“En la noche del 26 al 27 de agosto de 1950, se suicidaba en Turín
Cesare Pavese, tras haber intentado infructuosamente establecer
contacto con algunas de sus amigas”
¿Qué es la obra de un escritor? Un escritor verdadero no escribe por casualidad; si lo es, en realidad, escribe por necesidad. Las necesidades del escritor vienen dadas por sus más profundas obsesiones y ─como decía Sábato ─ “las obsesiones tienen sus raíces más profundas, y cuanto más profundas menos numerosas son. Y la más profunda de todas es quizá la más oscura pero también la única y todopoderosa raíz de las demás”. Pavese fue precisamente un eterno obsesionado con el sufrimiento. Susan Sontag había de llamarlo el “Sufridor ejemplar” y es que, en su vida, el oficio de escribir se nos presenta como un sufrimiento. ¿Acaso no lo es en realidad?
“Uno no se mata por el amor de una mujer ─nos decía Pavese─ uno se mata porque… cualquier amor, nos desvela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada”. Pareciera que amor y suicidio, en algunos escritores fueran sinónimos, no lo son, en realidad. Pavese vivió una eterna angustia por un motivo meramente físico, su impotencia sexual: eyaculaba demasiado rápido. Se considerará trivial este hecho, pero, ¿no es acaso el acto sexual una forma de comunicación? ¿No es el hombre, aislado por naturaleza, un eterno buscador de la compañía? Pavese vio restringido este método natural de comunicación y fue un factor determinante en su vida, como nos lo confiesa en su diario: “El hombre que eyacula demasiado rápidamente haría mejor en no haber nacido”. Esta incomunicación a la que se vio sometido, aunado a la humillación consecuencia de su defecto, generó una sensación de aplastamiento existencial y por lo tanto un recogimiento en sí mismo. Más adelante, en una carta enviada a una amiga, Fernanda Pivano, deja evidenciado ese ensimismamiento: “Durante un largo periodo, P. alcanzo una estoica ataraxia mediante la renuncia absoluta a todo lazo humano, salvo el abstracto de escribir… aguantaba, porque sabía que un derrumbamiento hacia las criaturas, hacia cualquier criatura, sería sólo una recaída, no un renacimiento… se produjo el derrumbamiento… Ahora pago cada instante de la ficticia soledad que había creado. La vida se venga con una verdadera soledad, así sea, como quiere la vida”.
Hay dos obsesiones latentes en Pavese, saltan a primera vista: la incomunicación y la necesidad de comunicarse. La incomunicación es su verdad, no la puede eludir, es un solitario que no puede comunicar se más que por el lazo abstracto de escribir. Aquí encontramos una fricción: el querer y el no poder. La necesidad de transmitir su yo es explicarse. Sus poemas son un confesionario no buscado. En última instancia, el sentido de su oficio literario consistió en escribir para tratar de alejar la idea del suicidio.
Impregnada desde muy joven, la idea del suicidio rondó a Pavese siempre. En su juventud un amigo se había suicidado. Pavese escribió a Mario Storani: “Así, pues, has de saber que no volveré a escribir, estoy casi seguro. No tengo ya fuerzas y, además, no tengo nada que decir. Una vez llegado a los versos del revólver queda dejar la pluma y proceder a los hechos”. No lo hizo en ese momento. Pero a partir de ahí se da comienzo un descenso hacia una soledad infranqueable y definitiva.
El 15 de mayo de 1935 es detenido por su militancia antifascista, luego de pasar unos meses en prisión, Mussolini lo confina a un pueblecito rural, Calabria. En este lugar vive con la mentalidad del suicida. Asume su inseguridad como forma de existencia y su sufrimiento es tan inevitable como necesario. Su detención culmina el 15 marzo del siguiente año de su detención. Su derrumbamiento estaba completo.
Pavese fue siempre un autocrítico e insatisfecho hasta la exasperación. Buscaba una objetividad que no encontraría nunca, y sin embargo, nos ha legado en su poesía un mundo de imágenes, de mitos, de dolor, de frustración. Lo pintoresco en Pavese es el carácter melancólico de sus mejores versos “Callar es nuestra virtud/Algún antepasado nuestro debió estar muy solo/ ─un gran hombre entre idiotas o un pobre loco─ /para enseñar a los suyos tanto silencio.” En la soledad escribía sus mejores obras y mezclaba a veces, tratando de ocultarlo, ese "yo" que tanto quería comunicar.
Hacia al final de su vida; luego de haber contribuido al florecimiento de la Literatura Italiana, a la evolución del verso en su patria, se le concede el premio Strega en 1950. Ese día es el último en que se le ve con vida. Se toma fotografías, una de ellas acompañado por Carlo Levi. Luego se precipita lo indecible, lo incierto. Ese largo periodo de conjeturas inimaginables entre la decisión y la acción de llevar acabo su muerte.
Una de sus últimas cartas va dirigida a Pierina, un amor postrero y nos lega en ella su testamento literario “No se puede quemar la vela por los dos cabos, en mi caso lo he quemado todo por un solo lado y las cenizas son los libros que he escrito."
En algún momento de la noche que condujo el día 26 al día 27 de agosto de 1950, Pavese, encerrado en un Hotel de Turin se dejaba seducir por dieciséis envases de somníferos, luego de que infructuosamente tratara de comunicarse con algunas de sus amigas. Fueron, según se supo, llamadas desesperadas. Nos queda imaginar la esperanza sobreviviente que Pavese combatía en aquel último momento al tratar de comunicarse. Lo que si sabemos con certeza que ese combate lo ganó Pavese para siempre.
No tuvo, su esperanza, oportunidad alguna, Cesare, siempre había estado solo. Nueve días antes, el 18 de agosto de 1950, hizo la última anotación en su diario: “Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. En algún momento de la noche del 26 de agosto, en el hotel Roma de Turín, Pavese, también se dijo no viviré más. ¿Acaso no llego a la cuestión más seria desde un plano filosófico: juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla? El juzgó que había sobrevivido demasiado tiempo y había llegado la hora de morir. Porque “Nadie se suicida ─nos decía Pavese─: la muerte es el destino”.
Panero describiría en un poema aquel momento magistral en que Pavese murió para enseñarnos el “ofició de vivir”:
A la mañana siguiente Cesare Pavese no pidió el desayuno
Solo bajo del tren,
atravesó solo la ciudad desierta,
solo entró en el hotel vacío
abrió su solitaria habitación
y escucho con asombro el silencio.
Dicen que descolgó el teléfono
para llamar a alguien,
pero es falso, completamente falso.
No había nadie a quien llamar,
nadie vivía en la ciudad, nadie en el mundo.
Bebió el vaso, las pequeñas pastillas,
y esperó la llegada del sueño.
Con cierto miedo a su valor
─por primera vez había afirmado su existencia─
tal vez curioso, con cansado gesto,
sintió el peso de sus párpados caer.
Horas después ─una extraña sonrisa dibujaba
sus labios─
se anunció a sí mismo, tercamente,
la certidumbre que al fin había
adquirido:
jamás volvería a dormir solo en cuarto de hotel.
U